Introducción a Platón en relación con la estética

Clase del 30 de setiembre de 2008.

Lo que primero se llamó talento, inspiración o tener musa, luego se llamó genio. Era algo muy importante pero también lo era la techné, el trabajo, el aprendizaje. Ars techné es conocimiento de tipo práctico que hay que tener. La techné preocupa mucho a Aristóteles cuando compone la Poética.

Platón era muy crítico con las musas, la inspiración y la pasión porque al hacer su crítica del arte está muy preocupado por la Atenas de su tiempo. Él quería una sociedad de jóvenes gobernantes o guerreros, no con el alma ablandada o inspirados. La cuestión estética es central en la obra de Platón. Se puede estudiar en dos bloques: metafísica de la belleza y crítica del arte. Los diálogos Banquete, Fedro, Crión son básicamente en los que aparecen su teoría sobre la estética.

Según Platón, todo lo visible reposa en un fundamento invisible. Bello, Verdadero y Bueno es la traída fundamental en el mundo de las ideas de Platón. Lo bello de una flor, lo bello de una mujer o lo bello de un discurso, etcétera, sí que es visible, pero no lo es la Belleza. Lo bello genera en el observador la reminiscencia de la belleza eterna. Las ideas siempre son anteriores a sus ejemplos en el mundo sensible.

Lo bello hace posible la ascensión hacia la Belleza eterna; el primer empuje para ello es el amor. El eros se presenta, pues, como una puente entre lo bello y la Belleza. Según Platón, de entre la tríada, la única que puede tener un reflejo sensible es la belleza (de ahí su importancia). Lo bello es un fragmento visible en el mundo sensible de la belleza eterna, por así decirlo.

Sócrates usaba el método de la ironia y la mayéutica. De «ironía» y «mayéutica» en Wikipedia:

  • «La ironía es la primera de las fórmulas utilizadas por Sócrates (filósofo griego) en su método dialéctico. Sócrates comienza siempre sus diálogos psicopedagógicos y propedéuticos desde la posición ficticia que encumbra al interlocutor (en este caso el alumno) como el sabio en la materia a tratar. (…) Para ello el método socrático sugiere realizar preguntas sencillas sobre el tema en el que el sujeto (alumno) ha sido nombrado como sabio.»
  • «La mayéutica era el método socrático de carácter inductivo que se basaba en la dialéctica (que supone la idea de que la verdad está oculta en la mente de cada ser humano): se le preguntaba al interlocutor acerca de algo y luego se procedía a rebatir esa respuesta por medio del establecimiento de conceptos generales, demostrándole lo equivocado que estaba, llegando de esta manera a un concepto nuevo, diferente del anterior, el cual era erróneo.»

En el fragmento de la República de Platón mostrado a continuación (extraído de http://ar.geocities.com/cayocesarcaligula2004/Platon/banquete.htm), Sócrates cree que un filósofo no puede halar de un misterio como el amor y que lo que cuenta lo ha conocido gracias a Diótina, una sacerdotisa bárbara (extranjera):

-¿Qué puede ser, entonces, Eros? -dije yo-. ¿Un mortal?

-En absoluto. -¿Pues qué entonces?

-Como en los ejemplos anteriores -dijo-, algo in­termedio entre lo mortal y lo inmortal.

-¿Y qué es ello, Diotima?

-Un gran demon , Sócrates. Pues también todo lo demónico está entre la divinidad y lo mortal.

-¿Y qué poder tiene? -dije yo.

-Interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioes, súplicas y sacri­ficios de los unos y de los otros órdenes y recompensas por los sacrificios. Al estar en medio de unos y otros llena el espacio entre ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un continuo . A través de él fun­ciona toda la adivinación y el arte de los sacerdotes relativa tanto a los sacrificios como a los ritos, ensalmos, toda clase de mántica y la magia. La divinidad no tiene contacto con el hombre, sino que es a través de este demon como se produce todo contacto y diálogo entre dioses y hombres, tanto como si están despiertos como si están durmiendo . Y así, el que es sabio en tales materias es un hombre demónico, mientras que el que lo es en cualquier otra cosa, ya sea en las artes o en los trabajos manuales, es un simple artesano. Estos démones, en efecto, son numerosos y de todas clases, y uno de ellos es también Eros.

-¿Y quién es su padre y su madre? -dije yo.

Es más largo -dijo- de contar, pero, con todo, te lo diré . Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después que terminaron de comer, vino a men­digar Penía , como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar -pues aún no había vino-, entró en el jardin de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. En­tonces Penía, maquinando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros, se acuesta a su lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros también acompañante y escudero de Afrodita, al ser en­gendrado en la fiesta del nacimiento de la diosa y al ser, a la vez, por naturaleza un amante de lo bello, dado que también Afrodita es bella. Siendo hijo, pues, de Poros y Penía, Eros se ha quedado con las siguientes característi­cas. En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser deli­cado y bello, como cree la mayoría, es, más bien, duro y seco, descalzo y sin casa, duerne siempre en el suelo y descubierto, se acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, un amante del cono­cimiento a lo largo de toda su vida, un formidable mago, hechicero y sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses ama la sabiduría ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por otro lado, los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es la ignorancia una cosa moles­ta: en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que lo es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar.

-¿Quiénes son, Diotima, entonces -dije yo- los que aman la sabiduría, sino son ni los sabios ni los ignorantes?

-Hasta para un niño es ya evidente -dijo- que son los que están en medio de estos dos, entre los cuales estará también Eros . La sabiduría, en efecto, es una de las cosas más bellas y Eros es amor de lo bello, de modo que Eros es necesariamente amante de la sabiduría, y por ser amante de la sabiduría está, por tanto, en medio del. sabio y del ignorante. Y la causa de esto es también su nacimien­to, ya que es hijo de un padre sabio y rico en recursos y de una madre no sabia e indigente. Ésta es, pues, queri­do Sócrates, la naturaleza de este demon. Pero, en cuanto a lo que tú pensaste que era Eros, no hay nada sorpren­dente en ello. Tú creíste, según me parece deducirlo de lo que dices, que Eros era lo amado y no lo que ama. Por esta razón, me imagino, te parecía Eros totalmente bello, pues lo que es susceptible de ser amado es también lo verdade­ramente bello, delicado, -perfecto y digno de ser tenido por dichosso, mientras que lo que ama tiene un carácter dife­rente, tal como yo lo describí.

-Sea así, extranjera -dije yo entonces-, pues hablas bien. Pero siendo Eros de tal naturaleza, ¿qué función tie­ne para los hombres?

-Esto, Sócrates -dijo-, es precisamente lo que voy a intentar enseñarte a continuación. Eros, efectivamente, es como he dicho y ha nacido así, pero a la vez es amor de las cosas bellas, como tú afirmas. Mas si alguien nos preguntara: «¿En qué sentido, Sócrates y Diotima, es Eros amor de las cosas bellas?» O así, mas claramente: el que ama las cosas bellas desea, ¿qué desea?

-Que lleguen a ser suyas -dije yo.

-Pero esta respuesta -dijo- exige aún la siguiente pregunta: ¿qué será de aquel que haga suyas las cosas bellas?

Entonces le dije que todavía no podía responder de re­pente a esa pregunta.

-Bien -dijo ella-. Imagínate que alguien, hacienndo un cambio y empleando la palabra «bueno» en lugar de «bello», te preguntara: «Veamos, Sócrates, el que ama las cosas buenas desea, ¿qué desea?».

-Que lleguen a ser suyas -dije.

-¿Y qué será de aquel que haga suya las cosas buenas? -Esto ya -dije yo- puedo contestarlo más fácilmen­te: que será feliz.

-Por la posesión -dijo- de las cosas buenas, en efec­to, los felices son felices, y ya no hay necesidad de añadir la pregunta de por qué quiere ser feliz el que quiere serlo, sino que la respuesta parece que tiene su fin.

-Tienes razón -dije yo.

-Ahora bien, esa voluntad y ese deseo, ¿crees que es común a todos los hombres y que todos quieren poseer siempre lo que es bueno? ¿O cómo piensas tú?

-Así -dije yo-, que es común a todos.

-¿Por qué entonces, Sócrates -dijo-, no decimos que todos aman, si realmente todos aman lo mismo y siempre, sino que decimos que unos aman y otros no?

-También a mí me asombra eso -dije.

-Pues no te asombres -dijo-, ya que, de hecho, he­mos separado una especie particular de amor y, dándole el nombre del todo, la denominamos amor, mientras que para las otras especies usamos otros nombres.

-¿Como por ejemplo? -dije yo.

-Lo siguiente. Tú sabes que la idea de «creación» (poí?­sis) es algo múltiple, pues en realidad toda causa que haga pasar cualquier cosa del no ser al ser es creación, de suerte que también los trabajos realizados en todas las artes son creaciones y los artífices de éstas son todos creadores (poi?tai).

-Tienes razón.

-Pero también sabes -continuó ella- que no se lla­man creadores, sino que tienen otros nombres y que del conjunto entero de creación se ha separado una parte, la concerniente a la, música y al verso, y se la denomina con el nombre del todo. Únicamente a esto se llama, en efecto, «poesía», y «poetas» a los que poseen esta porción de creación .

-Tienes razón -dije yo.

-Pues bien, así ocurre también con el amor. En gene­ral, todo deseo de lo que es bueno y de ser feliz es, para todo el mundo, «el grandísimo y engañoso amor» . Pe­ro unos se dedican a él de muchas y diversas maneras, ya sea en los negocios, en la afición a la gimnasia o en el amor a la sabiduría, y no se dice ni que están enamora­dos ni se les llama amantes, mientras que los que se diri­gen a él y se afanan según una sola especie réciben el nom­bre del todo, amor, y de ellos se dice que están enamora­dos y se les llama amantes .

-Parece que dices la verdad -dije yo.

-Y se cuenta, ciertamente, una leyenda -siguió ella-, según la cual los que busquuen la mitad de sí mismo son los que están enamorados, pero, según mi propia teo­ría, el amor no lo es ni de una mitad ni de un todo, a no ser que sea, amigo mío, realmente bueno, ya que los hombres están dispuestos a amputarse sus propios pies y manos, si les parece que esas partes de sí mismos son ma­las. Pues no es, creo yo, a lo suyo propio a lo que cada cual se aferra, excepto si se identifica lo bueno con lo par­ticular y propio de uno mismo y lo malo, en cambio, con lo ajeno. Así que, en verdad, lo que los hombres aman no es otra cosa que el bien . ¿O a ti te parece que aman otra cosa?

-A mí no, ¡por Zeus! -dije yo.

-¿Entonces -dijo ella-, se puede decir así simple­mennte que los hombres aman el bien?

-Sí -dije.

-¿Y qué? ¿No hay que añadir -dijo- que aman tam­bién poseer el bien?

-Hay que añadirlo.

-¿Y no sólo -siguió ella- poseerlo, sino también po­seerlo siempre?

-También eso hay que añadirlo.

-Entonces -dijo-, el amor es, en resumen, el deseo dde poseer siempre el bien ,

-Es exacto -dije yo- lo que dices.

-Pues bien -dijo ella-, puesto que el amor es siem­pre esto, ¿de qué manera y en qué actividad se podría lla­mar amor al ardor y esfuerzo de los que lo persiguen? ¿Cuál es justamente esta acción especial? ¿Puedes decirla?

-Si pudiera -dije yo-, no estaría admirándote, Dio­tima, por tu sabiduría ni hubiera venido una y otra vez a ti para aprender precisamente estas cosas.

-Pues yo te lo diré -dijo ella-. Esta acción especial es, efectivamente, una procreación en la belleza, tanto se­gún el cuerpo como según el alma.

-Lo que realmente quieres decir -dije yo- necesita adivinación, pues no lo entiendo.

-Pues te lo diré más claramente -dijo ella-. Impul­so creador, Sócrates, tienen, en efecto, todos los hombres, no sólo según el cuerpo, sino también según el alma, y cuando se encuentran en cierta edad, nuestra naturaleza desea procrear. Pero no puede procrear en lo feo, sino sólo en lo bello. La unión de hombre y mujer es, efectiva­mente, procreación y es una obra divina, pues la fecundi­dad y la reproducción es lo que de inmortal existe en el ser vivo, que es mortal. Pero es imposible que este proceso llegue a producirse en lo que es incompatible, e incompati­ble es lo feo con todo lo divino, mientras que lo bello es, en cambio, compatible. Así, pues, la Belleza es la Moi­ra y la Ilitía del nacimiento . Por esta razón, cuando lo que tiene impulso creador se acerca a lo bello, se vuelve propicio y se derrama contento, procrea y engendra; pero cuando se acerca a lo feo, ceñudo y afligido se contrae en sí mismo, se aparta, se encoge y no_ engendra, sino que retiene el fruto de su fecundidad y lo soporta penosamen­te. De ahí, precisamente, que al que está fecundado y ya abultado le sobrevenga el fuerte arrebato por lo bello, porque libera al que lo posee de los grandes dolores del parto. Pues el amor, Sócrates -dijo-, no es amor de lo bello, como tú crees.

-¿Pues qué es entonces?

-Amor de la generación y procreación en lo bello. -Sea así -dije yo.

-Por supuesto que es así -dijo-. Ahora bien, ¿por qué precisamente de la generación? Porque la generación es algo eterno e inmortal en la medida en que pueda existir en algo mortal. Y es necesario, según lo acordado, desear la inmortalidad junto con el bien, si realmente el amor tiene por objeto la perpetua posesión del bien. Así, pues, según se desprende de este razonamiento, necesariamente el amor es también amor de la inmortalidad.

Todo esto, en efecto, me enseñaba siempre que habla­ba conmigo sobre cosas del amor. Pero una vez me pre­guntó:

-¿Qué crees tú, Sócrates, que es la causa de ese amor y de ese deseo? ¿O no te das cuenta de en qué terrible estado se encuentran todos los animales, los terrestres y los alados, cuando desean engendrar, cómo todos ellos es­tán enfermos y amorosamente dispuestos, en primer lugar en relación con su mutua unión y luego en relación con el cuidado de la prole, cómo por ella están prestos no sólo a luchar, incluso los más débiles contra los más fuertes, sino también a morir, cómo ellos mismos están consumi­dos por el hambre para alimentarla y así hacen todo lo demás? Si bien -dijo- podría pensarse que los hombres hacen esto por reflexión, respecto a los animales, sin em­bargo, ¿cuál podría ser la causa de semejantes disposicio­nes amorosas? ¿Puedes decírmela?

Y una vez más yo le decía que no sabía.

-¿Y piensas -dijo ella- llegar a ser algún día exper­to en las cosas del amor, si no entiendes esto? -Pues por eso precisamente, Diotima, como te dije antes, he venido a ti, consciente de que necesito maestros. Dime, por tanto, la causa de esto y de todo lo demás rela­cionado con las cosas del amor.

-Pues bien, -dijo-, si crees que el amor es por natu­raleza amor de lo que repetidamente hemos convenido, no te extrañes, ya que en este caso, y por la misma razón que en el anterior, la naturaleza mortal busca, en la medi­da de lo posible, existir siempre y ser inmortal. Pero sólo puede serlo de esta manera: por medio de la procreación, porque siempre deja otro ser nuevo en lugar del viejo. Pues incluso en el tiempo en que se dice que vive cada una de las criaturas vivientes y que es la misma, como se dice, por ejemplo, que es el mismo un hombre desde su niñez hasta que se hace viejo, sin embargo, aunque se dice que es el mismo, ese individuo nunca tiene en sí las mismas cosas, sino que continuamente se renueva y pierde otros elementos, en su pelo, en su carne, en sus huesos, en su sangre y en todo su cuerpo. Y no sólo en el cuerpo, sino también en el alma: los hábitos, caracteres, opiniones, de­seos, placeres, tristezas, temores, ninguna de estas cosas jamás permanece la misma en cada individuo, sino que unas nacen y otras mueren. Pero mucho más extraño toda­vía que esto es que también los conocimientos no sólo nacen unos y mueren otros en nosotros, de modo que nun­ca somos los mismos ni siquiera en relación con los cono­cimientos, sino que también le ocurre lo mismo a cada uno de ellos en particular. Pues lo que se llama practicar existe porque el conocimiento sale de nosotros, ya que el olvido es la salida de un conocimiento, mientras que la práctica, por el contrario, al implantar un nuevo recuerdo en lugar del que se marcha, mantiene el conocimiento, hasta el punto de que parece que es el mismo. De esta manera, en efecto, se conserva todo lo mortal, no por ser siempre completa­mente lo mismo, como lo divino, sino porque lo que se marcha y está ya envejecido deja en su lugar otra cosa nueva semejante a lo que era. Por este procedimiento, Só­crates -dijo-, lo mortal participa de inmortalidad, tanto el cuerpo como todo lo demás; lo inmortal, en cambio, participa de otra manera. No te extrañes, pues, si todo ser estima por naturaleza a su propio vástago, pues por causa de inmortalidad ese celo y ese amor acompaña a to­do ser .

Cuando hube escuchado este discurso, lleno de admira­ción le dije:

-Bien, sapientísima Diotima, ¿es esto así en verdad? Y ella, como los auténticos sofistas, me contestó:

-Por supuesto, Sócrates, ya que, si quieres reparar en el amor de los hombres por los honores, te quedarías asom­brado también de su irracionalidad, a menos que medites en relación con lo que yo he dicho, considerando en qué terrible estado se encuentran por el amor de llegar a ser famosos «y dejar para siempre una fama inmortal». Por esto, aún más que por sus hijos, están dispuestos a arrostrar todos los peligros, a gastar su dinero, a soportar cualquier tipo de fatiga y a dar su vida. Pues, ¿crees tú -dijo- que Alcestis hubiera muerto por Admeto o que Aquiles hubiera seguido en su muerte a Patroclo o que vuestro Codro se hubiera adelantado a morir por el rei­nado de sus hijos, si no hubiera creído que iba a quedar de ellos el recuerdo inmortal que ahora tenemos por su virtud? Ni mucho menos -dijo-, sino que más bien, creo yo, por inmortal virtud y por tal ilustre renombre todos hacen todo, y cuanto mejores sean, tanto más, pues aman lo que es inmortal. En consecuencia, los que son fecundos -dijo- según el cuerpo se dirigen preferentemente a las mujeres y de esta manera son amantes, procurándose me­diante la procreación de hijos inmotalidad, recuerdo y feli­cidad, según creen, para todo tiempo futuro. En cambio, los que son fecundos según el alma… pues hay, en efecto -dijo-, quienes conciben en las almas aún más que en los cuerpos lo que corresponde al alma concebir y dar a luz. ¿Y qué es lo que le corresponde? El conocimiento y cualquier otra virtud, de las que precisamente son pro­creadores todos los poetas y cuantos artistas se dice que son inventores. Pero el conocimiento mayor y el más bello es, con mucho, la regulación de lo que concierne a las ciudades y familias, cuyo nombre es mesura y justicia. Ahora bien, cuando uno de éstos se siente desde joven fecundo en el alma, siendo de naturaleza divina, y, llegada la edad, desea ya procrear y engendrar, entonces busca tam­bién él, creo yo, en su entorno la belleza en la que pueda engendrar, pues en lo feo nunca engendrará. Así, pues, en razón de su fecundidad, se apega a los cuerpos bellos más que a los feos, y si se tropieza con un alma bella, noble y bien dotada por naturaleza, entonces muestra un gran interés por el conjunto; ante esta persona tiene al punto abundancia de razonamientos sobre la virtud, sobre cómo debe ser el hombre bueno y lo que debe practicar, e inten­ta educarlo. En efecto, al estar en contacto, creo yo, con lo bello y tener relación con ello, da a luz y procrea lo que desde hacía tiempo tenía concebido, no sólo en su pre­sencia, sino también recordándolo en su ausencia, y en co­mún con el objeto bello ayuda a criar lo engendrado, de suerte que los de tal naturaleza mantienen entre sí una co­munidad mucho mayor que la de los hijos y una amistad más sólida, puesto que tienen en común hijos más bellos y más inmortales. Y todo el mundo preferiría para sí haber engendrado tales hijos en lugar de los humanos, cuando echa una mirada a Homero, a Hesíodo y demás buenos poetas, y siente envidia porque han dejado de sí descendientes tales que les procuran inmortal fama y recuerdo por ser inmortales ellos mismos; o si quieres -dijo-, los hijos que dejó Licurgo en Lacedemonia, sal­vadores de Lacedemonia y, por así decir, de la Hélade en­tera. Honrado es también entre vosotros Solón , por haber dado origen a vuestras leyes, y otros muchos hombres lo son en otras muchas partes, tanto entre los griegos como entre los bárbaros, por haber puesto de manifiesto muchas y hermosas obras y haber engendrado toda clase de virtud. En su honor se han establecido ya también mu­chos templos y cultos por tales hijos, mientras que por hijos mortales todavía no se han establecido para nadie.

Éstas son, pues, las cosas del amor en cuyo misterio también tú, Sócrates, tal vez podrías iniciarte. Pero en los ritos finales y suprema revelación, por cuya causa existen aquéllas, si se procede correctamente, no sé si serías capaz de iniciarte . Por consiguiente, yo misma te los diré -afirmó- y no escatimaré ninngún esfuerzo; intenta se­guirme, si puedes. Es preciso , en efecto -dijo- que quien quiera ir por el recto camino a ese fin comience des­de joven a dirigirse hacia los cuerpos bellos Y, si su guía lo dirige rectamente, enamorarse en primer lugar de un solo cuerpo y engendrar en él bellos razonamientos; luego debe comprender que la belleza que hay en cualquier cuer­po es afín a la que hay en otro y que, si es preciso perse­guir la belleza de la forma, es una gran necedad no consi­derar una y la misma la belleza que hay en todos los cuer­pos. Una vez que haya comprendido esto, debe hacerse amante de todos los cuerpos bellos y calmar ese fuerte arre­bato por uno solo, despreciándolo y considerándolo insig­nificante. A continuación debe considerar más valiosa la belleza de las almas que la del cuerpo, de suerte que si alguien es virtuoso de alma, aunque tenga un escaso es­plendor, séale suficiente para amarle, cuidarle, engendrar y buscar razonamientos tales que hagan mejores a los jó­venes, para que sea obligado, una vez más, a contemplar la belleza que reside en las normas de conducta y en las leyes y a reconocer que todo lo bello está emparentado consigo mismo, y considere de esta forma la belleza del cuerpo como algo insignificante. Después de las normas de conducta debe conducirle a las ciencias, para que vea también la belleza de éstas y, fijando ya su mirada en esa inmensa belleza, no sea, por servil dependencia, mediocre y corto de espíritu, apegándose, como un esclavo, a la be­lleza de un solo ser, cual la de un muchacho, de un hom­bre o de una norma de conducta, sino que, vuelto hacia ese mar de lo bello y contemplándolo, engendre muchos bellos y magnificos discursos y pensamientos en ilimitado amor por la sabiduría, hasta que fortalecido entonces y crecido descubra una única ciencia cual es la ciencia de una belleza como la siguiente. Intenta ahora -dijo- pres­tarme la máxima atención posible. En efecto , quien hasta aquí haya sido instruido en las cosas del amor, tras haber contemplado las cosas bellas en ordenada y correcta suce­sión, descubrirá de repente, llegando ya al término de su iniciación amorosa, algo maravillosamente bello por na­turaleza, á saber, aquello mismo, Sócrates, por lo que precisamente se hicieron todos los esfuerzos anteriores, que, en primer lugar, existe siempre y ni nace ni perece, ni crece ni decrece; en segundo lugar, no es bello en un aspecto y feo en otro, ni unas veces bello y otras no, ni bello respecto a una cosa y feo respecto a otra, ni aquí bello y allí feo, como si fuera para unos bello y para otros feo. Ni tampoco se le aparecerá esta belleza bajo la forma de un rostro ni de unas manos ni de cualquier otra cosa de las que participa un cuerpo, ni como un razonamiento, ni como una ciencia, ni como existente en otra cosa, por ejemplo, en un ser vivo, en la tierra, en el cielo o en algún otro, sino la belleza en sí, que es siempre consigo misma específicamente única, mientras que todas las otras cosas bellas participan de ella de una manera tal que el nací­miento y muerte de éstas no le causa ni aumento ni dismi­nución, ni le ocurre absolutamente nada. Por consiguiente, cuando alguien asciende a partir de las cosas de este mun­do mediante el recto amor de los jóvenes y empieza a divi­sar aquella belleza, puede decirse que toca casi el fin. Pues ésta es

justamente la manera correcta de acercarse a las cosas del amor o de ser conducido por otro: empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aque­lla belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conoci­mientos, y partiendo de éstos terminar en aquel conoci­miento que es conocimiento no de otra cosa sino de aque­lla belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en sí.

En este período de la vida, querido Sócra­tes -dijo la extranjera de Mantinea-, más que en ningún otro, le merece la pena al hombre vivir: cuando contempla la belleza en sí.

Según se cuenta en este fragmento, el amor no es mortal ni inmortal (Eros tiene las dos naturalezas), ni rica ni pobre, sino que puede florecer y marchitarse en un mismo día.

Tanto en Platón como en Aristóteles se ve una preocupación por la función de las cosas. La función del Eros es la intervención en la (pro)creación, en la creatividad. Todo humano tiene impulso de crear y algunos no se limitan a la (pro)creación biológica.

Es uno de los pocos fragmentos en los que Platón habla en términos positivos de la poesía.

El ascenso de lo bello hacia la Belleza tiene 4 peldaños: el enamoramiento de un solo cuerpo es el primero (y el camino va de menos a más), pero si el hombre es sabio sabrá abstraerse cada vez más de este amor único accidental, verá que hay más cuerpos bellos y podrá despegarse, para no quedar prisionero de él y ciego. Luego se establece que es más lógico o noble amar a quién tiene una alma bella que un cuerpo bello, o a las leyes bellas o a lo ético (en sentido amplio: saber respetar, etcétera). «Todo lo bello está emparentado consigo mismo». Finalmente, se encuentra belleza en las ciencias: el hombre ya no está apegado, ama al conocimiento , dirige su mirada hacia la Belleza.